domingo, 17 de marzo de 2024

0838: El círculo cuadrado

Soy un círculo cuadrado. Por consiguiente, soy un objeto imposible. Todavía más: soy incluso un concepto imposible. No obstante, me has entendido cuando he hecho esa afirmación sobre quién, o qué, soy, y me has imaginado, o has creído imaginarme, porque de ningún modo has podido hacerlo.

En realidad, yo solo he sido una forma vaga en tu imaginación, vislumbrada desde la distancia, turbiamente, en la penumbra, mi contorno borroso, tal vez fluctuando ligeramente como las sombras en la noche, con las que se pierde la certeza de dónde empieza el fondo y dónde acaba el objeto que las proyecta. No obstante, te has dado por satisfecho con ese contorno vago y no te has preocupado por examinarlo con excesivo detenimiento. No había necesidad alguna.

En cuanto he dicho las palabras «soy un círculo cuadrado», mi identidad ha dejado de pertenecerme en exclusiva, porque al momento tú te has apropiado de ella inconscientemente.

Esto no es algo que se te pueda echar en cara, al tratarse de un elemento intrínseco del proceso de lectura de una historia. Yo me he convertido en un personaje y, como tal, he adquirido un rostro, por vago que pueda ser, porque de acuerdo a nuestra experiencia todos los seres conscientes poseen un rostro, y ser un personaje de ficción consiste en mirar al lector desde la página.

También he adquirido un tono de voz, que es el tuyo, y tú lo estás oyendo ahora mismo, e incluso si decides rebelarte y dejar de oírlo a partir de este preciso instante, la decisión no está en tus manos, y tampoco está en las mías, porque no se conoce ningún método que permita que yo enmudezca en tu cabeza y sin embargo continúe transmitiéndote información, incluida esta información, la información de que no se conoce ningún método que permita que yo enmudezca en tu cabeza.

De acuerdo con las reglas de la lógica, ahora no deberías estar oyéndome hablar, porque un objeto que no existe, que en modo alguno puede existir, debería ser siempre totalmente mudo. Así que ¿cómo es posible que mis palabras adquieran un sonido silencioso en tu cabeza? Esta no es siquiera una pregunta válida, así que no hay necesidad de tratar de contestarla. Si te parece, hagamos caso omiso del problema, pasemos de él.

En tus pensamientos, empero, yo he terminado por convertirme en un ser consciente y he arraigado en tu cabeza con unas raíces que, de manera insidiosa y con el trascurrir del tiempo, podrían permitir que mi presencia fuera cobrando cada vez mayor vitalidad, dado que cuanto más tiempo creas que no soy una contradicción lógica sino un objeto que puede ser imaginado, más te costará a la larga renegar de mí, arrancarme de tu imaginación, aceptar que es totalmente imposible que pueda ser visualizado y aceptado.

Pero permíteme que haga un hincapié muy especial en que existe una tremenda diferencia entre un objeto que simplemente no existe, como un unicornio o un dragón, y otro que bajo ningún concepto puede existir, como una esposa soltera o yo mismo. La distancia entre estas dos categorías es mayor que entre la de los entes y sucesos cotidianos y el primero de los conjuntos de imposibilidades mencionados. Un unicornio es el resultado de la evolución o mutación de un caballo normal, pero un círculo cuadrado no es en absoluto una variante de un círculo redondo.

A la primera categoría pertenecen aquellas cosas que son imposibles solo porque hasta el momento no han sido ni descubiertas ni inventadas.

Así por ejemplo, es imposible que un hombre viva sin cabeza, pero podemos imaginarnos a ese hombre ficticio paseando tranquilamente por la calle y subiendo las escaleras de la habitación alquilada donde vive, y de pie impotente junto a la cocina en la que borbotea una olla con sopa que nunca comerá pero que exige, en un intento por asemejarse a los hombres normales, a los hombres que tienen cabeza, a los hombres posibles.

Su esposa, que es quien le prepara la sopa, es la esposa soltera que ya hemos mencionado como ejemplo de lo que podría encontrarse en la segunda categoría de imposibilidades, el conjunto de imposibilidades lógicas más radicales. A pesar de ser legalmente su esposa, está soltera. Ella contradice los términos de su propia definición, de ahí que sea mucho más imposible que él.

Su esposa no solo no existe, sino que no puede existir; ella está perdida para él, lo estará siempre, más que cualquier mujer real que se marche dando un portazo para nunca volver. La soledad del hombre es mayor a consecuencia de ello, pero él carece de existencia y este hecho alivia su melancolía, o al menos eso es lo que nos decimos para evitar tener que compartir su dolor. Ellos no cruzan palabra cuando el hombre entra en la habitación donde viven, al carecer él de boca y oídos; aunque, habida cuenta de la falta de existencia de ella, tal intercambio sería infructuoso incluso si se pudiera llevar a cabo.

El hombre se sirve sopa en un bol y lo lleva a la mesa. Se sienta en una silla inestable y da vueltas a la sopa con una cuchara, al tiempo que desmigaja un panecillo con los dedos.

Este ritual carente de sentido ha quedado consagrado tras innumerables repeticiones, durante las cuales ha ido adquiriendo una especie de pureza. El hombre da vueltas a la sopa hasta que se enfría, desmigaja el pan hasta que cada miga ya no es más grande que un grano de arena, y luego lleva el bol y el plato al fregadero y tira el contenido. Esto es lo que acostumbra a hacer. Hoy, no obstante, observa algo que le impide llevarlo a cabo.

El cómo es capaz de realizar observación alguna careciendo de una cabeza con la que observar es un detalle que pasaremos convenientemente por alto sin prestarle demasiada atención. Aunque, de hecho, no tiene nada de misterioso. Lo aprecia con los dedos. La mesa a la que está sentado tiene una forma inusual. Ni es cuadrada ni es redonda. Es un círculo cuadrado. Yo soy esa mesa. Soy una contradicción lógica, en oposición geométrica a mi propia definición. Siéntate, por favor.

Tengo un amigo que puede parecer tan imposible como yo, en otras palabras, inconcebible además de inexistente; pero resulta que este amigo es real, real como idea y como materialización de la misma. Mi amigo es un cuadrado circular.

El hombre sin cabeza se enoja con la mesa a la que está sentado. Consternado, me agarra y de un empujón me lanza a través del cuarto. Él no ve y por tanto no puede apuntar, pero no hay peligro de que lastime a su esposa porque ella está soltera y no supone un obstáculo en la trayectoria del proyectil doméstico, que la atraviesa sin notar resistencia alguna, tal como ocurriría con cualquier paradoja matemática.

¡Nada que ver con lanzar una mesa contra un unicornio o un dragón! Aunque, en realidad, la mesa tampoco puede existir en el mundo, así que en este caso el resultado tampoco se vería alterado, y la mesa seguiría recorriendo sin obstáculos su trayectoria hacia el cristal, que ahora hace añicos, no por la fuerza del impacto sino porque llegado este punto la historia requiere cierta dosis de espectacularidad.

Me precipito por la ventana destrozada y caigo hacia la calle, pero la casa está situada en una antigua plaza empedrada de una venerable ciudad meridional. La plaza tiene forma circular y, de hecho, se trata del amigo que he mencionado antes. Por fin el círculo cuadrado y el cuadrado circular se reúnen, y uno es todo lo que no es el otro, mientras que el otro es todo lo que el uno nunca podrá ser-


Por Rhys Hughes

 

viernes, 15 de marzo de 2024

0837: Pantaleon y las visitadoras

 Ahora bien, Pantaleón ofrece dos mudas, ambas del tipo cumulativo. 

Primero, existe en la novela la muda de la misión que el protagonista del libro es encargado de llevar a cabo, es decir: la misión del capitán Pantoja. Por si acaso, me permito resumir el argumento: el Ejército Peruano encarga al oficial de intendencia excepcionalmente concienzudo, a Pantaleón Pantoja, que vaya a la Selva para organizar un servicio de prostitutas. Este se desplazará por hidroavión y barco, a los diversos campamentos que el Ejército tiene en la región. Todo el proyecto se debe a que se espera, así, reducir las quejas eternas y cada vez mayores de la población civil sobre sus hijas, hermanas, esposas, amantes, tías, madres y hasta abuelas violadas por los marcialísimos y por ende, como se supone, virilísimos reclutas. Pantaleón se pone a trabajar. Con milagrosa eficiencia y esfuerzos burocráticos superables sólo por Kafka o un Ministerio de Finanzas, el oficial crea un servicio de "visitadoras" que claramente es, que se sepa y lamentablemente sólo en la ficción, el servicio de entretenimiento más "satisfactorio", por decirlo así, que jamás pueda haber existido doquiera y cuandoquiera: las chicas incluso tienen su propio himno patrio-erótico. No obstante este loabilísimo éxito, la población civil vuelve a quejarse, esta vez porque no le está permitido beneficiarse del servicio. La historia se cuenta, en gran parte, mediante documentos escritos: partes administrativos, informes sobre el progreso del proyecto, mediante recibos, estadísticas, resoluciones regionales, cartas particulares, mediante transcripciones de programas radiales, artículos periodísticos, cartas al editor, entrevistas, etc. 

La segunda muda de la novela es la que se da con la "Hermandad del Arca," guiada por el Hermano Francisco, un movimiento que se extiende cada vez más, a pesar de sus rituales poco atractivos: clavar animales en paredes o árboles, a falta de cruces. Ambos, la misión de Pantoja y el movimiento de la secta del Arca, son intrínsecamente proselitizantes, si bien en sentidos que difieren el uno del otro. El movimiento religioso es proselitizante en la acepción original de la palabra: busca o inspira a adeptos. La misión de Pantaleón es su distorsión farsesca: tanto los usuarios de su servicio como las por aquéllos usadas, se agolpan ante las puertas de Pantaleón para ser atendidos. En cierto modo, lo mismo podría decirse de la Hermandad del Arca: ella también corresponde a algo que los potencialmente "convertibles" (proselitizables) necesitan, aunque, claro está, es una necesidad digamos espiritual, y no la necesidad biológica o en todo caso fisiológica de los soldados por las prostitutas. En efecto —y de ninguna manera al azar por parte del autor—ambas necesidades se oponen diametralmente: los potenciales así como los ya convertidos hermanos y hermanas del Arca esperan, o creen ya recibir, un consuelo para el alma, mientras que los soldades requieren un solaz sexual. No obstante esta dialéctica, en ambos casos los líderes de las respectivas "empresas," tienen como meta el crecimiento ( = muda) de sus organizaciones. El Hermano Francisco, por su lado, persigue ese crecimiento con un esfuerzo incomparablemente menos consciente, menos administrativo, menos organizatorio, que el esfuerzo que pone el capitán Pantoja. En parte, esta diferencia entre los esfuerzos desplegados se debe simplemente a que el Hermano Francisco tiene que ver con una masa humana no organizada previamente, tiene que ver con una especie de caos espiritual y humano. Pantaleón, en contraste, tiene como material a satisfacer una masa ya organizada, acaso la más organizada que existe en la sociedad humana: el ejército. Los únicos elementos que Pantaleón tiene que traer desde más allá de esta organización, a saber: las prostitutas, son, precisamente por ello, y típica y significativamente, y antes que nada, uniformadas, puestas en planillas, hasta provistas de un himno institucional: el caos es absorbido por el orden, las putas por el ejército. Sería por eso, más tarde en la novela, que al invadir el caos—la población civil —el orden, mediante la emboscada tendida a las visitadoras, que surjiría lo que conducirá al desenlace del libro y a la disolución del Servicio de Pantaleón.

Dentro de esta disyuntiva "organización-caos" se sitúa el hecho de que Pantaleón —oficial de la intendencia, afin tenga que emplear, muy conscientemente, todas sus energías (incluso la sexual, a partir de cierto momento), todos sus talentos organizatorios y todos sus recursos disciplinarios, para la perfección de su misión y, sobre todo, para su extensión, para la amplificación del Servicio en todas las direcciones posibles. Una vez aceptada la idea de que la satisfacción del instinto sexual se puede organizar, canalizar, codificar y expresar en estadísticas, esa idea ya no tiene a quien la pare: pues el instinto sexual es ubicuo y no se da solamente en el ejército.

No sorprende entonces que Pantaleón contemple, más tarde, en efecto seriamente se pone como meta realizable, el que se incluya entre los beneficiarios también a los civiles. Lo que es más, el capitán Pantoja—una vez que ha aceptado la misión que le encargó el Ejército y una vez que se ha reconciliado con la lógica que le es inherente a esa misión—está en la obligación, bajo órdenes, de perfeccionar y ampliar su empresa. Recibe sus instrucciones de sus superiores terrestres, que son inevitables porque son concretos y que, además, tienen el poder de castigar.

El Hermano Francisco, en contraste, recibe sus instrucciones sólo de Dios, que no es concreto y cuyos castigos son conjeturales: no se puede comprobar que son castigos de Dios; pero sí se puede comprobar que la remoción del capitán Pantoja a teniente Pantoja se origina en la superioridad militar. Para el Hermano Francisco vale esto: "me lo han dicho las voces que escucho y que no vienen de este mundo," como él escribe, apropriadamente en una carta al editor de un periódico selvático O le vale esto: "como les ha enseñado [a La Hermandad] el cielo por mi boca" Y Dios no insiste, todavía, en informes estadísticos, en partes sobre el avance de un proyecto, en recibos por gastos incurridos en la ejecución de sus instrucciones.


Pero volvamos a la muda y a las leyes que le son inherentes. El Servicio de Pantaleón crece y crece y crece. Una comparación de los informes estadísticos que él envía al Ministerio de Guerra de tanto en tanto, muestra ese proceso clara y casi científicamente. Lo que es más, a cierta altura de la novela un general declara: "Si [Pantoja] al menos hubiera organizado la cosa de una manera mediocre, defectuosa. Pero ese idiota ha convertido el Servicio de Visitadoras en el organismo más eficiente . . ." 

De acuerdo a las mismas leyes de transformación que le son propias a la muda, el movimiento del Hermano Francisco también prolifera y de manera similar. Hasta tal grado, en efecto, que las mismas chicas del Servicio se sienten atraídas por él, muchas de ellas incluso se le adhieren. Hasta la mamá de Pantaleón llega a ser conversa de la Hermandad. Ahora bien, este proceso de crecimiento podría teóricamente seguir y seguir, intensificarse cada vez más. Limitándose uno a las premisas farsescas de la novela, no le sería difícil imaginarse que el Servicio de Visitadoras para Guarniciones, Puestos de Frontera y Afines abarque, o literalmente abrace, regiones cada vez mayores: primero, digamos, la entera distribución geográfica de la organización a la cual pertenece el Servicio; luego, lentamente, digamos que comprenda al sector no casado de la población civil; después, seguramente incluiría también a los casados; próximo, tal vez los países limítrofes; finalmente, el continente entero más México; Norteamérica, el mundo, el universo, posiblemente con una ayuda especial y especializada de un Servicio Universal o, si se prefiere. Cósmico, para astronautas. ¿Qué implicaciones tendría eso para la novela de marras? Sabemos que Vargas Llosa tiene la ambición ahora ya más que famosa, de escribir una "novela total"; pero es una ambición imposible o una "pasión no correspondida" por la realidad. Pues ningún novelista puede forzar toda la realidad, aquella realidad total, entre las dos tapas de un libro; ni mucho menos si persigue la meta del dudoso objetivismo literario, es decir: aquella de relegar al infierno de la novelística la psicología, que es. al fin y al cabo, una dimensión irrelegable de la realidad. Ningún autor puede hacer esto, porque su libro no terminaría nunca, a no ser que lo corte en algún punto dado, arbitrariamente. Podría por ejemplo concluir la novela en algún punto particularmente impresiónante de la historia que cuenta, y dejar el resto de ella a la imaginación del lector (piénsese en la novela de ítalo Calvino, Se una notte d'inverno un viaggiatore; pero Calvino no pretendió escribir una novela total). Entonces tendríamos que ver con una obra verdaderamente abierta, en el sentido de Umberto Eco. Surge ahora un problema estético. ¿Puede una farsa, una parodia, puede la ridiculización de una institución humana, pueden estos tres "géneros" permanecer abiertosl Una farsa, una parodia, una ridiculización, dejan de ser una farsa, parodia, ridiculización, si el objeto en su estado de haber sido tratado de manera farsesca, paródica, ridicula no resulta una versión completa (es decir, no abierta) del original "serio." O, con diferentes palabras, dejan de serlo si la versión procesada mediante las tres maneras no está redondeada, si el resultado del tratamiento continúa desarrollándose y, por ello, no es en verdad un resultado del tratamiento mencionado, sino un proceso, un devenir. En nuestro caso específico, la versión farsesca, paródica, ridiculizada que nos ofrece Mario Vargas Llosa en Pantaleón y las visitadoras de una característica entre otras que distinguen a ciertas instituciones humanas—aquí a la Iglesia y el Ejército —esa versión procesada no es ya un producto si prolifera, si amplía, crece, potencialmente hasta el infinito, pues entonces esa institución y su desarrollo se constituirían en algo abierto, algo que puede devenir tanto como lo puede su procesamiento. ¿Cómo puede el autor resolver este problema no sólo práctico —el número necesariamente limitado de páginas que caben entre dos tapas —sino también estético (como vimos)? El novelista debe, antes que nada, reducir lo potencialmente infinito de su ridiculización a proporciones finitas. Pero, ¿cómo va a hacer esto si la naturaleza misma de lo por él parodiado es intrínsecamente proselitizante, es inherentemente capaz de una expansión infinita? Creo que la solución reside en la yuxtaposición u oposición de una in- finidad potencial con otra infinidad potencial. En el presente contexto: al poner en oposición la misión de Pantaleón con el movimiento del Hermano Francisco. Esta oposición no necesita ser —y de hecho no es en Pantaleón y las visitadoras —directamente antagonista, es decir: nunca llegan a pelearse directamente digamos las visitadoras con los adeptos a la Hermandad. Muy al contrario, como ya señalé: un buen número de las prostitutas (como un buen número de sus clientes) son, un poco irónicamente, ellas mismas conversas o simpatizantes del movimiento del "profeta."

Sin embargo, es precisamente cuando las dos organizaciones, por intermedio de algunos de sus miembros, chocan una con la otra, por lo menos formalmente o, si se prefiere, oficialmente, y eso durante la emboscada a un convoy de visitadoras que termina en un asalto físico y, en un caso, fatal al personal del Servicio y en el secuestro de la estrella de Pantilandia, la Brasileña, emboscada y asalto organizados por un grupo de civiles frustrados, es precisamente entonces que comienza el desmoronamiento de la misión de Pantoja y de su espléndidamente eficiente Servicio, así como comienza la persecución definitiva y la extinción final de la Hermandad del Arca.

Se ve, pues: al emplear dos veces el recurso técnico de la muda, al depararle a esa muda dos veces —si bien mediante un solo incidente —una amputación en pleno desarrollo, Vargas Llosa se ha aprovechado de una estrategia narrativa para la estructuración de un material narrable: ha enfrentado dos mudas para interrumpir ambas, como dos autos que chocan en plena carrera.

Wolfgang A. Luchting


miércoles, 13 de marzo de 2024

0836: UN VISITANTE (Fragmento)

 —Buenas tardes, señora Merceditas. 

Su voz es melodiosa y sarcástica. La mujer ha palidecido.

—¿Qué quieres? —murmura.

—¿Me reconoce, no es verdad? Vaya, me alegro. Si usted es tan amable, quisiera comer algo. Y beber. Tengo mucha sed.

—Ahí adentro hay cerveza y fruta.

—Gracias, señora Merceditas. Es usted muy bondadosa. Como siempre. ¿Podría acompañarme?

—¿Para qué? —La mujer lo mira con recelo; es gorda y entrada en años, pero de piel tersa; va descalza—. Ya conoces el tambo.

—Oh! —dice el hombre, en tono cordial—. No me gusta comer solo. Da tristeza.

La mujer vacila un momento. Luego camina hacía el tambo, arrastrando los pies dentro de la arena. Entra. Destapa una botella de cerveza.

—Gracias, muchas gracias, señora Merceditas. Pero prefiero leche. Ya que ha abierto esa botella, ¿por qué no se la toma?

—No tengo ganas.

—Vamos, señora Merceditas, no sea usted así. Tómesela a mi salud.

—No quiero.

La expresión del hombre se agria.

—¿Está sorda? Le he dicho que se tome esa botella. ¡Salud!

La mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños sorbos. En el mostrador sucio y agujereado, brilla una jarra de leche. El hombre espanta de un manotazo a las moscas que revolotean alrededor, alza la jarra y bebe un largo trago. Sus labios quedan cubiertos por un bozal de nata que la lengua, segundos después, borra ruidosamente.

—¡Ah! —dice, relamiéndose—. Qué buena estaba la leche, señora Merceditas. Fijo que es de cabra, ¿no? Me ha gustado mucho. ¿Ya terminó la botella? ¿Por qué no se abre otra? ¡Salud!

La mujer obedece sin protestar; el hombre devora dos plátanos y una naranja.

—Oiga, señora Merceditas, no sea usted un viva. La cerveza se le está derramando por el cuello. Le va a mojar su vestido. No desperdicie así las cosas. Abra otra botella y tómesela en honor de Numa. ¡Salud!

El hombre continúa repitiendo "salud" hasta que en el mostrador hay cuatro botellas vacías. La mujer tiene los ojos vidriosos; eructa, escupe, se sienta sobre un costal de fruta.

—¡Dios mío! —dice el hombre—. ¡Qué mujer! Es usted una borrachita, señora Merceditas. Perdone que se lo diga.

—Esto que haces con una pobre vieja te va a pesar, Jamaiquino. Ya lo verás. —Tiene la lengua algo trabada.

—¿De veras? —dice el hombre, aburridamente—. A propósito, ¿a qué hora vendrá Numa?

—¿Numa?

—¡Oh, es usted terrible, señora Merceditas, cuando no quiere entender las cosas! ¿A qué hora vendrá?

—Eres un negro sucio, Jamaiquino. Numa te va a matar 

—¡No diga esas palabras, señora Merceditas!—Bosteza—. Bueno, creo que tenemos todavía para un rato. Seguramente hasta la noche. Vamos a echar un sueñecito, ¿le parece bien?

Se levanta y sale. Va hacía la cabra. El animal lo mira con desconfianza. La desata. Regresa al tambo haciendo girar la cuerda como una hélice y silbando: la mujer no está. En el acto, desaparece la perezosa, lasciva calma de sus gestos. Recorre a grandes saltos el local, maldiciendo. Luego, avanza hacía el bosquecillo seguido por la cabra. Esta descubre a la mujer tras de un arbusto, comienza a lamerla. El Jamaiquino ríe viendo las miradas rencorosas que lanza la mujer a la cabra. Hace un simple ademán y doña Merceditas se dirige al tambo.

—De veras que es usted una mujer terrible, si señor. ¡Qué ocurrencias tiene!

Le ata los pies y las manos. Luego la carga fácilmente y la deposita sobre el mostrador. Se la queda mirando con malicia y, de pronto, comienza a hacerle cosquillas en las plantas de los pies, que son rugosas y anchas. La mujer se retuerce con las carcajadas; su rostro revela desesperación. El mostrador es estrecho y, con los estremecimientos, doña Merceditas se aproxima al canto: por fin rueda pesadamente al suelo.

—¡Qué mujer tan terrible, si señor! —repite—. Se hace la desmayada y me está espiando con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!

La cabra, la cabeza metida en la habitación, observa a la mujer, fijamente.

El relincho de los caballos sobreviene al final de la tarde; ya oscurece. La señora Merceditas levanta la cara y escucha, los ojos muy abiertos.

—Son ellos —dice el Jamaiquino. Se para de un salto. Los caballos siguen relinchando y piafando.

Desde la puerta del tambo, el hombre grita, colérico— ¿Se ha vuelto loco, Teniente? ¿Se ha vuelto loco?

En un recodo del cerro, de unas rocas, surge el Teniente; es pequeño y rechoncho: lleva botas de montar, su rostro suda. Mira cautelosamente.

—¿Está usted loco? —repite el Jamaiquino—. ¿Qué le pasa?

—No me levantes la voz, negro —dice el Teniente—. Acabamos de llegar. ¿Qué ocurre?

—¿Cómo qué ocurre? Mande a su gente que se lleve lejos los caballos. ¿No sabe usted su oficio?

El Teniente enrojece.

—Todavía no estás libre, negro —dice—. Más respeto.

—Esconda los caballos y córteles la lengua si quiere. Pero que no se los sienta. Y espere ahí. Yo le daré la señal. —El Jamaiquino despliega la boca y la sonrisa que se dibuja en su rostro es insolente—. ¿No ve que ahora tiene que obedecerme?

El Teniente duda unos segundos.

—Pobre de ti si no viene —dice. Y, volviendo la cabeza, ordena—: Sargento Lituma, esconda los caballos.

—A la orden, mi Teniente —dice alguien detrás del cerro.

Se oye ruido de cascos. Luego, el silencio.

—Así me gusta —dice El Jamaiquino—. Hay que ser obediente. Muy bien, general. Bravo, comandante. Lo felicito, capitán. No se mueva de ese sitio. Le daré el aviso.

El Teniente le muestra el puño y desaparece entre las rocas. El Jamaiquino entra al tambo. Los ojos de la mujer están llenos de odio.

—Traidor —murmura—. Has venido con la policía. ¡Maldito!

—¡Qué educación, Dios mío, qué educación la suya, señora Merceditas! No he venido con la policía. He venido solo. Me he encontrado con el Teniente aquí. A usted le consta.

—Numa no vendrá —dice la mujer—. Y los policías te llevarán de nuevo a la cárcel. Y cuando salgas, Numa te matará.

—Tiene usted malos sentimientos, señora Merceditas, no hay duda. ¡Las cosas que me pronostica!

—Traidor —repite la mujer; ha conseguido sentarse y se mantiene muy tiesa—. ¿Crees que Numa es tonto?

—¿Tonto? Nada de eso. Es una cacatúa* de vivo. Pero no se desespere, señora Merceditas. Seguro que vendrá.

—No vendrá. Él no es como tú. Tiene amigos. Le avisarán que aquí está la policía.

—¿Cree usted? Yo no creo, no tendrán tiempo. La policía ha venido por otro lado, por detrás de los cerros. Yo he cruzado el arenal solo. En todos los pueblos preguntaba: "¿La señora Merceditas sigue en el tambo? Acaban de soltarme y voy a torcerle el pescuezo". Más de veinte personas deben haber corrido a contárselo a Numa. ¿Cree usted siempre que no vendrá? ¡Dios mío, qué cara ha puesto, señora Merceditas!

—Si le pasa algo a Numa —balbucea la mujer, roncamente— lo vas a lamentar toda tu vida, Jamaiquino.

Este encoge los hombros. Enciende un cigarrillo y principia a silbar. Después va hasta el mostrador, coge la lámpara de aceite y la prende. La cuelga en uno de los carrizos de la puerta.

—Se está haciendo de noche —dice—. Venga usted por acá, señora Merceditas. Quiero que Numa la vea sentada en la puerta, esperándolo. ¡Ah, es cierto! No puede usted moverse. Perdóneme, soy muy olvidadizo.

Se inclina y la levanta en brazos. La deja en la arena, delante del tambo. La luz de la lámpara cae sobre la mujer y suaviza la piel de su rostro: parece más joven.

—¿Por qué haces esto, Jamaiquino? —La voz de doña Merceditas es, ahora, débil.

—¿Por qué? —dice el Jamaiquino—. Usted no ha estado en la cárcel, ¿no es verdad, señora Merceditas? Pasan los días y uno no tiene nada que hacer. Se aburre uno mucho allí, le aseguro. Y se pasa mucha hambre. Oiga, me estaba olvidando de un detalle. No puede estar con la boca abierta, no se vaya a poner a dar gritos cuando venga Numa. Además podría tragarse una mosca. 

Se ríe. Registra la habitación y encuentra un trapo. Con él venda media cara a doña Merceditas. La examina un buen rato, divertido.

—Permítame que le diga que tiene un aspecto muy cómico así, señora Merceditas. No sé qué parece


Autor MARIO VARGAS LLOSA (1936)


lunes, 11 de marzo de 2024

0835: APOCALIPSIS EN DOS MINUTOS

 El día que se acabó el mundo me pilló en el cruce de la Quinta con la Cincuenta y siete, mirando el móvil.

Una pelirroja de ojos plateados se volvió hacia mí y me dijo:

—¿Te has dado cuenta de que cuanto más inteligentes son los móviles, más tonta se vuelve la gente?

Parecía una de las esposas de Drácula después de arrasar en una tienda de artículos góticos.

—¿La puedo ayudar, señorita?

Dijo que el mundo estaba tocando a su fin. Los Servicios Jurídicos Celestiales habían emitido una orden de retirada por mal funcionamiento; ella era un ángel caído enviado desde el subsuelo para procurar que las pobres almas como la mía marcharan de forma ordenada hasta el décimo círculo del infierno.

—Pensaba que ahí abajo solo había nueve círculos —rebatí.

—Tuvimos que añadir otro para todos los que han vivido su vida como si fueran a vivir para siempre.

Nunca me había tomado en serio mi medicación, pero con solo echar un vistazo a esos ojos argentados supe que decía la verdad. Notando mi desazón, anunció que, como no había trabajado en el sector financiero, me concedía tres deseos antes de que el big bang rebobinara y el universo implosionara para volver a formar un garbanzo.

-Elige sabiamente.

Me lo pensé un poco.

—Quiero conocer el sentido de la vida, quiero saber dónde encontrar el mejor helado de chocolate del mundo y me quiero enamorar —declaré.

—La respuesta a tus dos primeros deseos es la misma.

Y en cuanto al tercero, me dio un beso que sabía a toda la verdad del mundo y que me hizo querer ser un hombre decente. Fuimos a dar un paseo de despedida por el parque y luego tomamos un ascensor para subir hasta lo más alto del venerable hotel de capiteles góticos que había al otro lado de la calle, desde donde vimos partir el mundo a lo grande.

—Te quiero —dije.

—Ya lo sé.

Nos quedamos allí cogidos de la mano, viendo cómo un alud apabullante de nubarrones carmesíes encapotaba los cielos, y lloré, sintiéndome feliz al fin.


Por Carlos Ruiz Zafón


viernes, 8 de marzo de 2024

0834: De dólares, calzones y bandas borrachas

 Jacinto Verdever, es un importador de lencería recatada. Ha llegado a la Camacho Street, arteria financiera en búsqueda de 2.000 dólares para gastos operativos para su viaje a Colombia, de donde importará ropa íntima por un valor de 200.000 verdes. Como en el pasado, pretende hacer una transferencia bancaria a su proveedor y llevarse algo de efectivo.


A las 11:00 de la mañana, el sol paceño está en su máximo esplendor. El azul del cielo grita su belleza sin pudor. Desde la avenida Camacho existe la vista urbana más linda del Illimani. Da la impresión de que esta vía lleva directamente al majestuoso nevado. El achachila, el abuelo, abraza la ciudad y sus secretos.


Jacinto sabe que no hay dólares y que la policía secreta nacional decidió perseguir tanto a los que compran la divisa como a los que venden. Los hombres del orden pretenden hacer desaparecer la especulación a palos. Según ellos, nada como un buen carajazo y una apretada de guindas para que las leyes del mercado se moderen.


Nuestro buscador de dólares conoce las artes y partes de la informalidad. Entra a una casa de cambio con aire distraído y pregunta si hay washingtones. Ante la negativa se retira lentamente saboreando el eco de la respuesta adversa. Sabe que dejo plantada la semilla de la demanda. A 25 metros del recinto, la oferta se hace presente. Un sujeto vestido con su mejor traje de anónimo se le acerca, como quien no quiere nada, y con media boca le dice: ¡Joven! ¿Cuántos verdes quiere? Jacinto mira a su alrededor. Verifica que no hay ningún paco de civil, escanea a todas las personas que están a su alrededor en busca signos sospechosos. Y cuando se siente seguro, también con boca chueca, responde: dos palos. ¿A cuánto están? A ocho, jefe, dice el cambista.


Jacinto, con la mirada, desaprueba la oferta. Están negociando clandestinamente a plena luz del día y a puro gestos. 7,80, último, sentencia el ofertante y con un movimiento de Wistupiku, le indica que lo siga. Entra a un snack pequeño. Los olores intensos de la salchipapa y el pollo al horno anuncian la llega del medio día. Hora del morfe. La que atiende en el lugar pide la contraseña: ¿Qué se van a servir? El operador criollo de la Camacho Street responde: Para comenzar pancito con llajua. Y con los ojos, la cocinera y cómplice señala una puerta del fondo que está detrás de una cortina. En el cuarto contiguo, dos personas fingen que conversan.


El cambista dice: 2.000 a 7,80. Un señor que parece disfrutar de su gordura responde lacónicamente el valor total y espera la entrega. Debajo de la mesa surge una máquina contadora automática que se traga eficientemente los bolivianos. De una riñonera, oculta bajo un grueso abrigo, saca los 2.000 dólares. Jancito cuenta nerviosamente los billetes y comienza a acariciar, pellizcar y ver a tras luz la marmaja del imperio. Es una tentativa inútil de saber si son falsos. El que parece ser el dueño del negocio, con voz ronca, afirma: sellados están, joven, con mi lagartito rojo. ¿Nové? Yo trabajo solo con los que llegan del Chapare. Sacuda el billete y verá que con don Benjamín no se despeina. No hay pierde. El importador sale victorioso de la transacción y se dirige al banco. Ahora debe realizar la transferencia de los 200.000 dólares a Colombia.


Entra a su banco y habla con el oficial de negocios, un mozalbete de arete en la oreja izquierda y mirada de ispi. Frente al requerimiento de hacer la transferencia de los dólares al exterior, este, a quemarropa, le dice que la comisión es 20%. Jacinto, espantado, reacciona y pregunta con rabia contenida: “¿Por qué tan caro? Si yo pagaba máximo 3% en el pasado”. El funcionario responde algo inseguro. No somos nosotros que hemos aumentado la comisión. Le voy a explicar cómo funciona el mercado de los dólares. En primer lugar, los bancos, hace unos cinco años prestaban 3.000 millones de dólares al Banco Central de Bolivia. A cambio se recibía bolivianos para realizar préstamos. Ahora nos dicen que no tienen para devolvernos. Me puede bolsiquear si quiere, no tengo dolarachos, bromea el joven bancario. Entonces, para conseguir esos 200.000, el banco debe comprar en el mercado los dólares y estos están a 7,80 o más, debido a la gran escasez. Washingtones a 6,96 Bs y la cara de Dios usted ya no va a ver. A rigor, nuestra participación es más o menos la misma del pasado. Las elevadas comisiones, en realidad, están reflejando el mercado de las divisas. Eso sí, para conseguir el dinero va a tener que entrar a una fila electrónica que puede durar más de un mes.


Furioso, dice que reclamará a la ASFI. El funcionario pone cara de póker y le dice a Jacinto que llene un formulario de queja, un ODECO. Con la bronca tatuada en las venas, Jacinto vuelve a casa y le cometa el incidente a su esposa, Teruca Saltibajes. Ella le comenta que acaba de ver, en las noticas, que la ASFI creó una banda para las comisiones bancarias de un máximo de 10%. “Aleluya”, explota Jacinto. Problema resuelto.


La compañera del importador increpa a Jacinto. No, pues querido, no es tan simple. No estás entendiendo cómo funciona el mercado. Eso te pasa por faltar a tus clases de macroeconomía. ¡Chachón! En la U. te la pasabas en el billar en vez de aprender cómo funciona los mercados de las divisas.


A ver, te voy a refrescar la memoria. La oferta de verdes proviene de las exportaciones, las inversiones extranjeras, los préstamos y las remesas internacionales. Estas fuentes están secas o muy bajas. La demanda de dólares proviene, sobre todo, de las importaciones. Nada de esto ha cambiado. A rigor, la banda es una forma de control de precios del mercado que solo va a generar más escasez de dólares. Con esta banda de precios, de taquito, están devaluando indirectamente el boliviano. En los hechos del mercado, el Gobierno está aceptando nuevos precios del dólar, a saber: 7,30 Bs a 7,65 bolivianos. Y habrá que ver, en coca yungueña, si esto regulariza el mercado. ¡Waway! Teruca comienza a cantar una vieja canción de los Wawancos: “Lo que pasa que la banda está borracha, está borracha”.


Ahora, escúchame bien Jaci, si los exportadores no traen los dólares, no salen estos del Colchón Bank y la banda no funciona, sospecho que el Gobierno decretará control de capitales (obligará a los exportadores a entregar los dólares) e impondrá restricciones a las importaciones, complicando más la situación, afirma sabiamente Teruca. Así que no seas Tribilín y andá a hacer la transferencia con la comisión que te han dicho en el banco, total las doñas igual van a pagar más caro por los calzones.


martes, 5 de marzo de 2024

0833: bola de sebo (fragmento)

 Entonces estalló el carácter vulgar de la señora Loiseau

—No podemos morirnos de viejos aquí. Dado que su ofició es hacer eso con todos los hombres, me parece que no tiene ningún derecho a rechazar a uno más que a otro. ¡Pero si ha tenido que ver con todo el mundo en Ruán, incluso con los cocheros!

¡Sí, señora, con el cochero de la prefectura! Lo sé perfectamente; él compra su vino en nuestra casa. ¡Y, ahora que se trata de sacarnos de un apuro, se hace la complicada, esta mocosa...! Por otra parte, creo que el oficial se ha conducido correctamente. Tal vez está privado desde hace mucho tiempo; y sin duda hubiera preferido a cualquiera de nosotras tres. Pero no, se contenta con la de todo el mundo. Respeta a las mujeres casadas. En última instancia, él es el amo. No tendría más que decir: «Quiero», y podría aprovecharse de nosotras por la fuerza, con los soldados.

Las otras dos mujeres experimentaron un ligero estremecimiento. Los ojos de la hermosa señora Carré-Lamadon brillaban en medio de la palidez del rostro como si se sintiera ya tomada a la fuerza por el oficial.

Los hombres, que discutían aparte, se pusieron de acuerdo. Loiseau, furibundo, quería entregar a «esa miserable», atada de pies y manos, al enemigo. Pero el conde, descendiente de tres generaciones de embajadores y dotado de características de diplomático, era partidario de la habilidad:

—Habrá que convencerla — dijo.

Por lo tanto, empezaron a conspirar. Las mujeres se unieron, bajó el tono de voz y la discusión se volvió general, ya que cada uno exponía su opinión. Se trataba de algo muy conveniente. Sobre todo, las damas se distinguían en encontrar giros delicados, encantadoras sutilezas de expresión, para decir lo más escabroso. Las precauciones de lenguaje eran tantas, que un extraño a la situación no habría comprendido nada.

Pero la tenue capa de pudor con que está envuelta toda mujer de mundo, al cubrir nada más que la superficie, les permitía regocijarse con esta aventura desvergonzada, divertirse locamente en el fondo, sintiéndose en su elemento, manoseando al amor con la sensualidad de un cocinero glotón que prepara la comida de otro.

La alegría se originaba en la historia misma, que, finalmente, les resultaba cómica. El conde recurrió a chistes un poco atrevidos, pero tan bien dichos, que hacían sonreír. Por su parte, Loiseau soltó algunos atrevimientos más abruptos, ante los que nadie llegó a molestarse; y el pensamiento brutalmente expresado por su mujer dominaba todos los ánimos: «Dado que es el oficio de esta muchacha, me parece que no tiene ningún derecho a rechazar a uno más que a otro.» La simpática señora Carré-Lamadon parecía incluso pensar que, si se encontrase en su lugar, ella rechazaría a éste mucho menos que a cualquier otro.

Se preparó largamente el bloqueo, como para el ataque a una fortaleza. Cada uno determinó el papel que asumiría, los argumentos a los que iría a recurrir, las maniobras que debería ejecutar. Se estableció el plan de ataque, las astucias a emplear y las sorpresas del asalto, para forzar a esa ciudadela viviente a que recibiera al enemigo en su propio terreno.

Mientras tanto, Cornudet permanecía de lado, completamente ajeno al asunto.

La preocupación general era tan intensa, que no oyeron entrar a Bola de Sebo. Pero el conde produjo un « ¡chisst!» que hizo levantar todas las miradas. Ante su presencia, se hizo un silencio brusco y cierta turbación general impidió dirigirle la palabra. La condesa, más habituada que las otras a las artimañas de salón, finalmente la interrogó:

— ¿fue divertido ese bautismo?

La gruesa muchacha, todavía emocionada, se refirió a cada cosa: a los rostros» a las actitudes y al aspecto mismo de la iglesia. Agregó:

—Es muy bueno rezar algunas veces.

Sin embargo, hasta la hora del almuerzo, las damas se limitaron a mostrarse amables con ella para aumentar su confianza y su docilidad frente a los futuros consejos.

En cuanto se sentaron a la mesa, empezó el ataque. Primero fue una conversación vaga acerca del sacrificio. Se citaron antiguos ejemplos: Judit y Holofernes; después, sin razón alguna, Lucrecia y Sextus, y Cleopatra admitiendo en su habitación a todos los generales enemigos y reduciéndolos a la servidumbre de esclavos. Entonces se desarrolló una historia fantástica, nacida de la imaginación de esos millonarios ignorantes, en la que las ciudadanas de Roma iban a Capua a adormecer a Aníbal entre sus brazos, junto con sus lugartenientes y las falanges de mercenarios.

Citaron a todas las mujeres que detuvieron a los conquistadores, haciendo de sus cuerpos un campo de batalla, una manera de dominar, un arma, que vencieron por medio de sus caricias heroicas a seres horribles o detestados, sacrificando incluso su castidad a la venganza y la abnegación.

También se hizo referencia a esa inglesa de familia noble que se había dejado inocular una horrible y contagiosa enfermedad para transmitírsela a Bonaparte, salvado milagrosamente por una debilidad repentina a la hora de la cita fatal.

Y todo era contado de una forma conveniente y moderada, haciendo estallar a veces una expresión de entusiasmo deliberado con el propósito de estimular el deseo de emulación.

En resumidas cuentas, habría podido creerse que el único papel de la mujer en la tierra consistía en un sacrificio permanente de su persona, en un abandono continuo a los caprichos de la soldadesca.

Las dos monjas daban la impresión de no escucharlos, perdidas en pensamientos profundos. Bola de Sebo no decía nada.

Durante toda la tarde, la dejaron reflexionar. Pero, en vez de llamarla «señora», como se había hecho hasta el momento, se le decía simplemente «señorita», sin que nadie supiese bien por qué, como si se deseara descenderla de nivel en la estima que por sí misma había escalado, hacerle sentir su situación vergonzosa.

En el momento en que se le servía la sopa, el señor Follenvie reapareció repitiendo su frase de la víspera:

—El oficial prusiano pregunta a la señorita Elisabeth Rousset si no ha cambiado todavía de opinión.

Bola de Sebo respondió secamente:

—No, señor.

Pero durante la cena la coalición se debilitó. Loiseau dijo tres frases inoportunas. Cada uno desesperaba por descubrir nuevos ejemplos, sin encontrar nada, hasta que la condesa, acaso sin haberlo premeditado, experimentando una vaga necesidad de rendir homenaje a la religión, interrogó a la más vieja de las monjas acerca de las grandes acciones en la vida de los santos. Sin duda, muchos habían cometido actos que aparecerían como crímenes ante nuestros ojos, pero la Iglesia absolvió siempre esas faltas cuando fueron cumplidas para la gloria de Dios o para el bien del prójimo. Era un argumento poderoso, y la condesa se aprovechó de él. Entonces, ya sea por una especie de entendimiento tácito, de un acuerdo velado en que sobresale cualquiera que lleve un hábito eclesiástico, ya sea simplemente por el efecto de una coincidencia afortunada, de una compasiva torpeza, la vieja religiosa aportó un formidable apoyo a la conspiración. Se la creía tímida, y se mostró arriesgada, elocuente, violenta. No estaba confundida por los titubeos de la casuística; su doctrina parecía tener la consistencia de una barra de hierro; su fe no se debilitaba nunca; su conciencia carecía de escrúpulos. Le parecía completamente simple el sacrificio de Abraham, porque también ella habría matado a su padre y a su madre para obedecer una orden venida desde lo alto; y en su opinión nada podía desagradar al Señor cuando la intención era laudable. 

La condesa, aprovechando la autoridad sagrada de su cómplice fortuita, la llevó a realizar una paráfrasis edificante de este axioma moral: «El fin justifica los medios,» La interrogó:

—Entonces, querida hermana, ¿piensa usted que Dios acepta todos los caminos y perdona lo cometido cuando el motivo es puro?

— ¿Quién podría dudarlo, señora? Un acto punible en sí, a menudo se vuelve meritorio gracias al pensamiento que lo inspira.

Y continuaron de esta forma, discerniendo las voluntades de Dios, previendo sus decisiones, haciéndolo interesarse por cosas que en realidad, no le concernían demasiado.

Pero el desarrollo general era hábil, discreto. Y cada palabra de la monja abría una brecha en la resistencia indignada de la muchacha.

Poco más tarde, la conversación se desvió un poco: la monja hizo mención de varias fundaciones de su orden, de su superiora, de ella misma y de su buena compañera, la querida hermana SanNicéforo. Habían sido llamadas a El Havre para ayudar en el hospital a centenares de soldados atacados por la viruela. Describió a esos pobres miserables y detalló la enfermedad que los postraba. Y, mientras ellas seguían retenidas por los caprichos de ese prusiano, ¡un gran número de franceses, que habrían podido salvarse con sus auxilios, estaban muriendo! Su especialidad era atender a los militares; había estado en Crimea, en Italia, en Austria. Al contar su participación en tantos frentes, de pronto se reveló como una de esas religiosas activísimas que parecen hechas para recorrer los campos de batalla, recoger a los heridos entre el estrépito y, con mayor eficacia que un jefe, dominar con una palabra a los soldadotes indisciplinados; una especie de sor «Rata-plan», cuyo rostro descarnado, marcado por innumerables huecos, parecía una imagen de las devastaciones de la guerra. Nadie dijo nada cuando dejó de hablar; el efecto había sido, sin duda, excelente.

Una vez terminada la cena, cada uno se retiró a su habitación para sólo reaparecer al día siguiente, a una hora avanzada de la mañana.

El almuerzo transcurrió con tranquilidad. Ofrecían, al grano sembrado en la víspera, el tiempo necesario para germinar y ofrecer sus frutos. La condesa propuso dar un paseo durante la tarde; y por su parte el conde, como se había convenido, tomó del brazo a Bola de Sebo, retrasándose con ella.

Le habló en ese tono familiar, paternal, algo desdeñoso, que los hombres sosegados emplean con las muchachas, llamándolas: «mi querida niña», tratándolas desde lo alto de su posición social; de su honorabilidad indiscutida. Atacó casi de inmediato el punto central de la cuestión:

— ¿O sea que prefiere dejarnos aquí, expuestos como usted misma a todas las violencias que seguirían al fracaso de las tropas prusianas, en vez de consentir en una de las amabilidades que ha ofrecido con tanta frecuencia en su vida?

Bola de Sebo se limitó a guardar silencio.

La encaró por el lado de la dulzura, de la razón, de los sentimientos. Supo mantenerse como «el señor conde», mostrándose galante cada vez que hacía falta, cumplido, amable. Exaltó el favor que ella les haría, habló de su reconocimiento; y, en forma repentina, se puso a tutearla alegremente:

—Y tú sabes, querida, cómo él podría vanagloriarse de haber gozado de una hermosa muchacha como no puede encontrarla en su propio país.

Bola de Sebo no respondió, adelantándose para reunirse con los otros.

Poco después de haber regresado al hotel, subió a su cuarto y ya no volvió a aparecer. La inquietud era extrema. ¿Qué haría? ¡Qué problema, si decidía resistirse!

A la hora de la cena, se la esperó inútilmente. El señor Follenvie, al entrar, anunció que la señorita Rousset se sentía indispuesta y no bajaría a cenar. Todo el mundo paró la oreja. El conde se aproximó al hotelero y, por lo bajo, le dijo;

— ¿Ya está?

—Sí.

Por considerarlo conveniente, no dijo nada a sus compañeros; se limitó a hacerles una leve señal con la cabeza. De inmediato, un gran suspiro de alivio brotó de todos los pechos, cierta alegría apareció en los rostros. Loiseau gritó:

— ¡Bendita sea! Pago champaña, si es que lo tienen en este establecimiento.

domingo, 3 de marzo de 2024

0832: pollo frito

Un hombre que constantemente se burlaba de su mujer. un día ideó una nueva maldad y tomando a su mujer la llevó frente a un espejo grande y sacando de su bolsillo un billete de 50 pesos, le dijo:

_¿Ves ese billete en el espejo?

_Sí.

_Ese es tuyo, el que yo tengo en mi mano es mío, para el almuerzo me sirves pollo frito.

Al día siguiente el hombre hizo igual cosa y todo el mes hizo lo mismo, pidiéndole siempre a su mujer pollo para el almuerzo.

Un día el hombre se puso a pensar ¿Cómo hará esta mujer, si yo no le doy nada y siempre me pone pollo en el almuerzo? Le voy a preguntar.

_¿Y cómo le haces para servirme pollo en el almuerzo, si yo no te doy nada?

La mujer llevando al hombre frente al espejo, se desnudó y le dijo:

_¿Ves esa cosita peluda y negra en el espejo?

_Sí.

_Esa es tuya, la que yo tengo entre las piernas es del pollero.