lunes, 22 de abril de 2024

0852: El cachascán* como formato de una mala entrevista

 Recuerdo una única “Barricada” –el programa de radio (por ahora en suspenso)— en el que la anfitriona, María Galindo, tiene como objetivo exclusivo aniquilar al entrevistado incauto, pero sobre todo temeroso, que acude al llamado para eludir el escarnio público que supondría su ausencia (así, parece mejor bancarse una sola humillación, aunque esta dure largos y tortuosos sesenta minutos) –. 

El interpelado era el entonces canciller, David Choquehuanca. El político llevaba tiempo exponiendo su pertenencia a la cultura del chacha-warmi (varón-mujer); e impulsando la necesidad de la armonización con la naturaleza.

En esa medida, el “encuentro” se desarrolló en dos esferas distintas. La conductora le espetaba que las lesbianas –como ella– no tenían lugar en el mundo aymara y él, sin el menor gesto de duda, inseguridad o culpa, respondía que efectivamente así era. Ella elevaba el volumen por su desconcierto e insistía y la respuesta del excanciller no variaba. Y es que ambos “conversaban” desde dos estadios distintos, hablaban diferentes lenguajes y bajo códigos opuestos.

Me vino a la memoria aquello mientras escuchaba, hace ya varios meses, una entrevista que le hizo el mordaz comentarista político, Tucker Carlson, a una activista que se quejaba porque no era suficiente lo que se había hecho en pro de un “non-sexist language”. La invitada promovía la expulsión del vocablo “man” de todas aquellas palabras no relacionadas a lo masculino. Pues creía que eliminando ese término, asociado con un hombre adulto, “las cosas mejorarían y muchos se sentirían menos ofendidos”.

A diferencia de Galindo, Carlson no se desespera. Y no se desgasta intentando sin éxito atraer a la entrevistada a su zona de racionalidad. Tucker parece divertirse siguiendo la corriente y le pregunta a su interlocutora, por ejemplo, que qué pasaba con los habitantes de Man-chester; a lo que ella –inamovible (igual que  Choquehuanca)– responde: “pues deberían cambiar el nombre de la ciudad, en tanto la composición de la palabra podría estar ofendiendo a un grupo de personas”. 

El presentador de noticias estadounidense, con algo más de audiencia, y más seguridad personal que nuestra radialista local, no discute en cámaras, pero pone en evidencia lo que para él resulta un absurdo: que en la línea de su invitada cualquier grupo pequeño de “unhappy people” puede llegar a controlar al resto. La muchacha, que no advierte el sarcasmo de su entrevistador, contesta que ese grupo pequeño de disconformes puede estar creciendo; que los tiempos están cambiando; y que el lenguaje, dinámico como es, se mueve con ellos.

Pienso que es necesario, por la salud de la opinión pública, distinguir entre conducir un programa de debate y uno de entrevistas. El primero permite el cachascán. El moderador se convierte en el réferi que controla los minutos, define las intervenciones e introduce el elemento provocador y discordante, sin regular demasiado el tono. En cambio, en una entrevista (una buena) se puede exprimir al invitado; se le puede incluso colocar un tirabuzón y sacarle la información deseada hasta dejarlo vacío; pero no se lo puede taclear con rudeza hasta llevarlo a un territorio ajeno. El entrevistador debe despojarse de su ánimo narcisista y permitir que a las pocas horas el público hable de su entrevistado más que de él.

Quizás por eso es que comunicadores como Tucker Carlson optan por mantener sus entrevistas y a sus oyentes con vida, haciéndoles creer a los invitados que comparte sus opiniones: los alimenta con cebos, de modo que se sientan cómodos y hasta convencidos de que su participación es capaz de modificar el pensamiento del interlocutor y de toda su audiencia.

Nuestra aguerrida comunicadora local, en cambio, se alimenta ella misma de sus invitados, a quienes se va comiendo de bocado en bocado. Sus programas son en verdad una especie de show circense: en el que los espectadores miramos con compasión a los protagonistas dándole gracias a la domadora a cambio de modestos premios como dejarlos hablar.

Mientras un Carlson sin complejos terminaba su charla de modo jocoso, pero condescendiente, proponiéndole a la complacida activista cambiar el nombre de Goldman Sachs –uno de los bancos más grandes del mundo– por su contenido masculino (…); Galindo finalizaba su fallida Barricada al entonces canciller, visiblemente frustrada. Había fracasado en su intento de arrastrarlo al cuadrilátero y de reducirlo para que aceptara, de una vez por todas, que su cosmovisión sexual era errada tan solo porque ella no cabía ahí

*Del ingl. catch-as-[catch]-can; propiamente 'agárrate como puedas'


jueves, 18 de abril de 2024

0851: gajes matrimoniales

 Una mujer fue de compras, al llegar a la caja abrió la cartera para pagar. La cajera vio que allí tenía un control remoto de televisión. No pudo controlar su curiosidad y preguntó

-¿Siempre anda usted con el control remoto de televisión en su cartera?

-No, no siempre, pero mi esposo se negó a venir conmigo de compras porque  tenía que ver un partido de fútbol, ​​así que me traje el control remoto.

Moraleja:

Apoye y acompañe a su esposa cuando ella se lo solicite.

Pero la historia continúa...

La cajera se rio y le devolvió la mercancía a la señora. Sorprendida, esta le pregunta qué sucedía.

La cajera le explica:

-Su marido ha bloqueado su tarjeta de crédito.

Moraleja: 

Respeta los pasatiempos de tu esposo.

Pero la historia continúa...

La esposa sacó la tarjeta de crédito de su marido de la cartera. 

¡De seguro no iba a bloquear su propia tarjeta!

Moraleja:

No subestimes la sabiduría de tu esposa.

Pero la historia continúa...

Cuando deslizó la tarjeta, la máquina solicitó: 

INGRESE EL PIN ENVIADO A SU TELÉFONO MÓVIL, o sea

¡al teléfono del esposo!

Moraleja:

Cuando un hombre está en riesgo de perder, hasta la máquina es suficientemente inteligente como para salvarlo.

Pero la historia continúa...

La mujer sonrió y sacó el móvil que sonó en su bolso.

¡Era el teléfono de su marido!

Ella lo había tomado junto con el control remoto para que no la llamara durante sus compras.

Ella compró sus artículos y regresó a casa ¡feliz!

Moraleja:

¡Nunca subestimes a una mujer!

Pero la historia continúa...

Al llegar a casa, su esposo se había ido. Encontró una nota en la puerta que decía: 

"No encontré el control remoto".

Salí con los niños para ver el partido. Llegaremos tarde a casa. Llámame a mi teléfono si necesitas algo.

Se llevó las llaves de la casa.

Moraleja:

No intentes controlar a tu esposo. Puedes perder el control.


"PERO LA HISTORIA CONTINÚA".


lunes, 15 de abril de 2024

0850: Qhaya kutirimuy

Se sentó de nuevo en la acera y se pasó la mano en la acera y se pasó la mano por la frente, para enjuagarse el sudor. De pronto, al levantar los ojos, descubrió a un soldado, haciendo guardia, como aquel otro del cuartel. Al darse cuenta de ello, renació la esperanza de obtener noticias. Quién sabe era allí. Al fin y al cabo había soldados, como en el cuartel.

Cuando intentó entrar, el centinela no la detuvo, como en el otro cuartel. Se limitó a señalarle un cuartucho junto a la puerta, donde había varios hombres, fumando y charlando. Uno de ellos, el que estaba sentado al fondo, fue el primero en verla y se apresuró a gritar:

—Suyaricuy, espera.

Entonces ella se sentó en el umbral de la puerta. Y esperó nuevamente. Entretanto, los hombres siguieron charlando, como si ella no existiera. Por fin salió uno. Después otro. Quedaron solo tres, que hablaban en voz alta y reían constantemente. Una gran modorra la había invadido, sentada allí en el umbral de la puerta. Aquellas carcajadas, sin embargo, la despertaron a la realidad. Vio ya solo tres hombres. Se puso de pie, avanzó unos cuantos pasos e intentó interrumpir la conversación.

—Tata…

El hombre que estaba sentado al fondo de la habitación le hizo una seña —una, dos veces— de que se callara. Como a pesar de eso ella insistiera, a los ojos oblicuos de aquél asomó la ira y en el color bronce de su rostro se acentuó el color verde.

—¡Déjanos en paz, india bruta! —masculló.

Él hizo seña al guardia para que la echara a la calle, inmediatamente. Renació entonces para ella la misma interrogación de antes, grande, llena de misterio:

—¿A dónde ir, a dónde?

Tercer día. Camino a la ciudad. Pasos inciertos. Un caserón blanco, con un patio enlosado y al centro un gran cuadrante. Oficinas. Papeles amontonados como torres. En todas partes la misma respuesta para ella:

—No es aquí.

Finalmente, ingresó en un segundo patio, pequeñito, inundado por la hierba donde ante la oficina oscura había una larga fila de indias.

—Aquí es, mama —le dijo una de ellas.

Espero varias horas, pero no alcanzó a llegarle su turno. Al mediodía salió el hombre que trabajaba en la oficina y cerró la puerta con un candado. Cuando cruzaba el patiecito ella logró interponerse en su camino.

—Es tarde —dijo él, señalando al Sol, cuyos rayos caían verticalmente—, Qhaya kutirimuy

De nuevo diez leguas murieron con el tercer día; cinco del rancho a la ciudad, cinco de la ciudad al rancho.

De aquella oficina la mandaron a otra, en la Municipalidad, y por último a otro, situada en un edifico anexo a la Prefectura. Allí esperó como en el cuartel, como en la Policía, como en el patio pequeño e inundado por la hierba. Esperó…Llegaron otras indias, con los ojos llorosos, al igual que ella. Y algunas lograron entrar en la oficina, por suerte o por desgracia, porque de la oficina salieron llorando.

Guaguay guañusca, mi hijo había muerto —oyó que decían. Entonces a ella le dio miedo. Y no se atrevió ya a insistir para entrar. Prefirió quedarse en la puerta, como de costumbre. Mirar. Callar.

Un día encontró cerradas las puertas de la oficina. Buscó en todas direcciones para saber la causa. Pero al final, como estaba acostumbrada a esperar, esperó también. Y hacia el mediodía —era domingo— las puertas cerradas bastaron para decirle lo que le habían dicho tantas veces los empleados de la oficina.

—Qhaya kutirimuy

Entretanto, fue pasando el tiempo: diez, cincuenta, quien sabe cuántos días. En la oficina los empleados buscaron o fingieron buscar el nombre que ella les decía. Recorrían unos papeles largos, conversando o silbando. Y acabaron moviendo la cabeza negativamente, mientras le ordenaban a ella que no se acercara tanto: mitad por pena, mitad por asco. Tuvo así que volver a la puerta, pero conservando intacta su esperanza; acrecentada más bien por aquellos pasos que había dado hacia adentro.

Posteriormente, para los otros —para los blancos, para los cholos— llegaron grandes noticias. Había terminado la guerra. Comenzaba la desmovilización. Final de una larga pesadilla. Alegría en los corazones. Mas para ella todo siguió igual. Ni siquiera se enteró de esas noticias. Desde que se llevaron a su hijo, al Juancito, no hablaba con nadie. Además, aun cuando le hubieran avisado, habría sido inútil, porque ¿acaso sabia ella donde, ni qué cosa era la guerra?

Los empleados de la oficina, a su vez, habían acabado por acostumbrarse a la presencia de ella, humilde, silenciosa, acurrucada, en la puerta como un animal inofensivo. Cierto día, sin embargo, dos empleados que compulsaban una lista muy larga —nombre de muertos, de prisioneros, de heridos— interrumpieron de pronto su tarea. Comenzaron a discutir en voz alta. Y luego llamaron.

—¿Cuál es el nombre de tu hijo? —preguntó uno de ellos.

—Juancito, tata.

—¿Juancito, que?

—Juancito Quespi, tata.

Los empleados volvieron a mirar en las listas, ávidamente.

—Ha muerto —dijo uno de ellos.

—No ha muerto —replicó el otro.

Los cuatro ojos se clavaron una vez más en las listas: O… P… Q… Quespi…Quespi… Quespi…

—Hay tantos quespi entre los indios —volvió a decir el primero—, que resulta imposible distinguirlos. Son como las hormigas.

Y se encogió de hombros. El otro hizo lo mismo. Después, frente a la duda hundida como una cruz en ella, la propia duda de los dos les hizo decir, casi el mismo tiempo, lo de siempre

—Qhaya kutirimuy (vuelve mañana)

 

sábado, 13 de abril de 2024

0849: experiencia anal

 La muchacha, entregada a su destino, resignada, desabrochó su pantalón y lo dejó deslizar, quedando al descubierto su magnífica parte trasera. Le dio un poco de pudor, por supuesto, pero ya nada podía hacer:  la habían convencido.

Con un poco de titubeo, se inclinó sobre la superficie suavemente acolchada, boca abajo, ofreciendo su intimidad al destino que le esperaba. Cuando sintió los dedos expertos en su nalga suave y fresca, le dio un poco de miedo, pero cerró los ojos y esperó lo que venía.

Suavemente, al principio, y luego con firmeza, sintio que algo rígido se introducía en su cuerpo. Empezó a sentir dolor..ardor...pero clavó las uñas en el tapizado y ahogó un gemido.

Una eternidad..unos segundos...da igual, ya estaba hecho...hasta que intuyó, más que sentir, que esa cosa dura derramaba un liquido calido dentro su cuerpo.

Cuando sintió que eso se retiraba de ella, se alivió, aunque el ardor le siguio inquietando.

Volvió a ponerse los pantalones, enjugó una lágrima, y se marchó.

Y pensó: " La próxima vez, le pido que me de unas pastillas: la enema ya no la soporto..."


miércoles, 10 de abril de 2024

0848: POR EL CAMINO DEL AGUA

 Los dos guardianes acompañan desde lejos a la esbelta joven aproximándose al fuerte. Los perros están nerviosos. Se agitan en el canil y olfatean la brisa.

—¿Ves algo sospechoso? —pregunta el fusilero. 

—No. Viene descalza eludiendo los charcos. Usa un vestido oscuro y suelto. Mira hacia acá. Sabe que la observamos.

Ella ve al guardia y clava los ojos en el largavistas. Los labios se mueven. 

«¿Te gustan mis ojos, soldado? ¿Y mi boca? ¿Te gustaría besarla? Déjame llegar un poquito más cerca. ¿Es tanto lo que me deseas?».

Marca las palabras como si gritara. «Es probable que el vigía sepa leer los labios», piensa y continúa con su mímica silenciosa. 

«Ya me he despojado de mi ropa interior. Hace tanto calor…»

Contornea la región de los hoyos. Mira fijo al binocular, como si viera la mirada ardiente del otro. 

—¿Ves algún micrófono o algo sospechoso? —insiste el fusilero, nervioso. 

—No. Sólo mueve los labios. 

—¿Cómo es eso?

—Lectura labial. Tal vez confía en que yo la descifre. 

—¿Qué dice?

—No quieras saber. Dice cosas obscenas. 

El vigía espera que pase el último hueco. La mujer muestra una pulsera en el brazo derecho.  Vuelve a dibujar palabras silenciosas. 

«No dejas de mirarme. ¿Qué será que tengo que te atrae tanto?».

«Yo no sé leer labios. Tendrás que dejarme llegar más cerca».

El binocular recorre entero el hermoso cuerpo. Tanto que parece tocarlo. 

«Y tu colega está muy excitado también? ¿Me dejarán entrar?».

La mujer llega al portón y pide permiso para pasar levantando el brazo derecho. El de la pulsera. 

—Dile que se quite esa cosa y la arroje lejos. Tengo un mal presentimiento —dice el fusilero. 

Ella no espera la orden. Sin demora, se quita el brazalete y lo arroja en una poza. En el canil, los animales quieren romper las rejas. Los dos hombres se miran con los ojos vacíos. 

El pesado portón de hierro se abre y ella camina decidida hacia la Plaza de Armas. Los guardias se colocan uno a cada lado con los rifles destrabados. 

—Creo que no se asustarán si me rasco la espalda. Me está picando justo aquí, cerca del implante. 

Esto lo dice a voz en cuello por primera vez, para que ellos no dejen de oír. 

Los dos descubren que es demasiado tarde un segundo antes de ser barridos por el chorro de fuego.

lunes, 8 de abril de 2024

0847: LOS AÑOS DEL CHARLESTON. 1900-1930

 En Barcelona, la fiebre del jazz se desató en los años veinte del siglo pasado cuando en los salones de baile empezaron a sonar nuevos ritmos importados de Estados Unidos. El cakewalk, el foxtrot y el charlestón se convirtieron en las últimas tendencias, y la música jazz empezó a sonar en todas partes.  


A principios del siglo XX, actuaron  en el Circo Alegría de Barcelona. (1905).  Mister Johnson y Miss Bertha bailando el “original cake-walk”. A partir de 1909 nos llegó la moda del two-step y el foxtrot. Los nuevos ritmos eran exagerados y divertidos inspirados en movimientos de animales.


En 1910 El maestro Manuel Penella se hizo eco de esos ritmos en su opereta “La niña mimada”, que incluía un numero de negros bailando un cake-walk, un estilo de baile derivado del Ragtime. 


Rivalizó en popularidad con géneros como el fandango, la jota, el bolero el tango o la rumba. Tras la fiebre del cake-walk hizo su aparición el Fox-trot. !Las academias de baile hicieron su agosto!


Al acabar la Primera Guerra Mundial, la simpatía de los barceloneses por los vencedores aliados hizo que empezara a sentirse la influencia americana en el baile y su música. En 1918, la revista Mundo Gráfico publicó la primera referencia al jazz en la prensa española. 

Dos años después, en 1920 la Original Dixieland Jass Band, realizó una gira por España. Su actuación en Barcelona fue un éxito rotundo (1917). Fue la primera orquesta en grabar un disco de jazz de la historia. 

 LOCOS AÑOS 1920 Y LAS JAZZ BAND  Las orquestas de tziganes aparecidas hacía unos años solían estar compuestas por dos pianos, una sección de cuerda con violines, violonchelo y contrabajo. 

En los años veinte se les añadió una batería, un instrumento que en sí mismo era conocido como "jazz band". Eran los años locos y la moda era bailar el black bottom. 

La orquesta de tzigane Nic-Fusly fue una de las pioneras en la introducción del jazz en España. A partir de su éxito en la inauguración del Hotel Ritz de Barcelona se convirtió en una de las más populares (1919). Su repertorio incluía música tradicional catalana, valses, polkas y y un primigenio jazz. En 1920, la orquesta grabó el primer disco de jazz español. Fue una de las primeras en introducir una primitiva batería que consistía en un gran bombo con caja, platillos y bocina. Su éxito  fue tal que pronto surgieron imitadores: la Orquesta Verdura,  o la Jaime Planas y sus discos Vivientes, la Doré Jazz Band o la Melodians Orchestra (1925)

En los años veinte destacaban músicos como Miguel Torné, de la Orquesta Los Mamellis y Joan Pi, batería de los Los Diablos Verdes del Jazz-Band. Su primigenio jazz estaba impregnado de la música tradicional española.

Tal vez, el más popular fue Llorenç Torres Nin, pianista del bar Criterium (Rambla Santa Mónica). A finales de 1921, formó la Demons Jazz Band y  él adoptó el sobrenombre de “Maestro Demon”. Fue uno de los primeros españoles en escribir arreglos jazzísticos. Se le considera uno de los introductores de la batería en el jazz barcelones, lo que le valió los apodos de "Rey del Jazz-Band" y "el Paul Whiteman español".

La banda se formó en el Gran Café Catalán Dancing de Barcelona, pero pronto se trasladó al Hollywood Dancing, donde se ganó el favor del público tocando todos los géneros, desde pasodobles a foxtrots, charlestón … y piezas de jazz.

No todos los locales podían pagarse una orquesta… los más modestos, como el Bar Edén compraron gramolas para amenizar a la concurrencia.

Las grandes discográficas, como la Compañía del Gramófono, Regal, Odeon, Parlophon y Polydor, todas ellas con sede en Barcelona, se lanzaron a la caza de las formaciones locales para grabarlas en sus estudios. 

Radio Barcelona EAJ-1,(1924) ayudó a popularizar el jazz al emitir los nuevos éxitos del género y al dar a conocer a las primeras orquestas internacionales que empezaban a llegar a Barcelona. Al contrario de lo pensaron las discográficas, el nuevo medio consolidó su negocio. Resultó ser un reclamo para que se vendiesen más discos. 

En 1923, el pianista del Harlem James P. Johnson compuso una pieza que se convertiría en un himno del jazz: The Charleston. Se popularizó por todo el mundo a raiz de la grabación de Paul Whiteman (1926).

Fueron los años locos de los salones de baile, dancings, cabarets como el legendario Eden Concert recientemente reformado (1924), La Criolla (1925-1936), la Granja Royal, el Cabaret Català, el Gran Café Catalán  o La Buena Sombra ... !el Paralelo estaba a reventar!.

https://www.youtube.com/watch?v=VCqb4PFaS1c&ab_channel=BarcelonaMemory



sábado, 6 de abril de 2024

0846: "La dama caliente", cuento de Charles Bukowski

 Monk entró. Aquello parecía más polvoriento y oscuro que los bares de siempre. Se dirigió al extremo más alejado de la barra y se sentó junto a una rubia grande que estaba fumaba un cigarrillo y bebía una Hamm’s. Cuando Monk se sentó, ella se tiró un pedo.

—Buenas noches —dijo él—. Me llamo Monk.
—Yo, Mud —dijo ella, lo que revelaba su edad de inmediato.
Cuando Monk se sentó, surgió un esqueleto de detrás de la barra, donde había estado sentado en un taburete. El esqueleto se acercó a Monk. Monk pidió un whisky con hielo y el esqueleto estiró los brazos y empezó a prepararlo. Derramó un poquito de whisky en la barra, pero logró servir lo que había pedido Monk y coger el dinero de este, meterlo en la caja y devolver el cambio justo.
—¿Qué pasa? —preguntó Monk a la dama—. ¿Es que aquí no pueden permitirse gente del sindicato?
—Qué carajo —dijo la dama—, ese es un truco de Billy. ¿No ves los jodidos cables? Dirige ese chisme con cables. Le parece muy divertido.
—Curioso lugar —dijo Monk—. Apesta a muerte.
—La muerte no apesta —dijo la dama—. Solo lo vivo apesta, solo lo que agoniza, solo lo que se pudre apesta. La muerte no apesta.
Una araña descendió de pronto entre ellos. Colgó de un hilo invisible e hizo un leve giro. Era dorada, en aquella penumbra. Luego, corrió de nuevo hilo arriba y desapareció.
—En mi vida había visto una araña en un bar —dijo Monk.
—Vive de las moscas del bar —dijo la dama.
—Dios santo, este sitio está lleno de chistes malos.
La dama se tiró un pedo.
—Un beso, para ti —dijo.
—Gracias —dijo Monk.
Un borracho, que estaba al otro extremo de la barra, metió dinero en la máquina de discos y el esqueleto salió de detrás de la barra y caminó hasta la dama e hizo una reverencia. La dama se levantó y bailó con el esqueleto. Dieron vueltas y vueltas. No se veía en el bar más gente que la dama, el esqueleto, el borracho y Monk. Era una noche de poco ajetreo. Monk encendió un Pall Mall y siguió bebiendo. Terminó la pieza y el esqueleto volvió detrás de la barra y la dama volvió a sentarse al lado de Monk.
—Aún recuerdo —dijo la dama— cuando venían aquí todas las celebridades, Bing Crosby, Amos y Andy, los Tres Chiflados. Este sitio estaba muy bien.
—Me gusta más de esta manera —dijo Monk.
La máquina de discos volvió a ponerse en marcha.
—¿Le apetece un baile? —preguntó la dama.
—¿Por qué no? —dijo Monk.
Se levantaron y empezaron a bailar. La dama llevaba un vestido color lavanda. Olía a lilas. Pero era muy gorda y tenía la piel anaranjada y la dentadura postiza parecía masticar quedamente un ratón muerto.
—Este sitio me recuerda a Herbert Hoover —dijo Monk.
—Hoover fue un gran hombre —dijo la dama.
—Mierda —dijo Monk—. Si no hubiera llegado Franky D. nos habríamos muerto de hambre.
—Franky D. nos metió en la guerra —dijo la dama.
—Bueno —dijo Monk—, tenía que protegernos de las hordas fascistas.
—No me hables de las hordas fascistas —dijo la dama—. Mi hermano murió luchando contra Franco en España.
—¿Brigada Abraham Lincoln? —preguntó Monk.
—Brigada Abraham Lincoln —dijo la dama.
Bailaban muy juntos, y de pronto la dama le metió a Monk la lengua en la boca. Él la expulsó de un lengüetazo. La lengua de aquella dama sabía a sellos de correos viejos y a ratón muerto. Terminó la pieza. Volvieron a la barra y se sentaron.
El esqueleto se acercó. Llevaba un vodka con naranjada en una mano. Se plantó frente a Monk y le tiró el vodka con naranjada por la cara. Luego se fue.
—¿Pero qué le pasa? —preguntó Monk.
—Es celosísimo —dijo la dama—. Vio que te besaba.
—¿Llamas a eso un beso?
—He besado a algunos de los hombres más grandes de todos los tiempos.
—Me lo imagino… A Napoleón, a Enrique VIII y a Julio César…
La mujer pedó.
—Un beso para ti —dijo.
—Gracias —dijo Monk.
—Creo que me estoy haciendo vieja —dijo la dama—. Hablamos de prejuicios pero nunca hablamos del prejuicio que tienen todos contra los viejos.
—Sí —dijo Monk.
—Pero en realidad no soy vieja —dijo la dama.
—No —dijo Monk.
—Aún tengo la regla —dijo la dama.
Monk hizo una seña al esqueleto pidiendo otros dos tragos. La dama pasó a tomar también whisky
con hielo. Los dos tomaron lo mismo. El esqueleto volvió y se sentó.
—Sabes —dijo la dama—, yo estaba allí cuando Baby Ruth tenía “strikes” y apuntó a la pared con el dedo y bateó la siguiente pelota por encima de la pared.
—Creí que eso era un mito —dijo Monk.
—Ninguna mierda de mito —dijo la dama—. Yo estaba allí y lo vi todo.
—Sabes —dijo Monk—, es maravilloso. Es la gente excepcional la que hace girar el mundo. Es como si hicieran los milagros por nosotros, mientras nosotros no hacemos un carajo.
—Sí —dijo la dama.
Se sentaron y bebieron. Fuera se oía el tráfico subir y bajar por Hollywood Boulevard. El rumor era persistente, como la marea, como las olas, casi como un océano; y era un océano: allá fuera había tiburones y barracudas y medusas y pulpos y rémoras y ballenas y moluscos y esponjas y lisas, la tira de peces. Allí dentro parecía más bien una pecera.
—Yo estaba allí —dijo la dama— cuando Dempsey estuvo a punto de matar a Willard. Jack salía directo del furgón, furioso como un tigre hambriento. Nunca se vio cosa igual, ni antes ni después.
—¿Y dices que aún tienes la regla?
—Así es —dijo la dama.
—Dicen que Dempsey tenía cemento o yeso en los guantes, dicen que los empapó en agua y dejó que se endurecieran; que por eso liquidó a Willard como lo hizo —dijo Monk.
—Eso es una cochina mentira —dijo la dama—. Yo estaba allí, yo vi aquellos guantes.
—Me parece que estás loca —dijo Monk.
—También lo dicen de Juana de Arco —dijo la dama.
—Supongo que viste a Juana de Arco en la hoguera —dijo Monk.
—Yo estaba allí —dijo la dama—. Yo lo vi.
—Mentira.
—Ardió. Yo la vi arder. Fue tan horrible y tan bello.
—¿Qué tenía de bello?
—Cómo ardía. Empezó por los pies. Era como un nido de serpientes rojas que se le enroscaban en las piernas y subían, y luego era como una cortina roja llameante; tenía la cara alzada hacía arriba, y notabas el olor de la carne quemada y aún estaba viva pero no lanzó ni un chillido, ni un grito. Movía los labios y rezaba, pero no gritó.
—Monsergas —dijo Monk—. Cómo no iba a gritar.
—No —dijo la dama—. Hay gente que es distinta.
—La carne es carne y el dolor, dolor —dijo Monk.
—Subestimas el espíritu humano —dijo la dama.
—Sí —dijo Monk.
La dama abrió el bolso.
—Mira, te voy a enseñar algo.
Sacó una caja de fósforos, encendió uno y extendió la palma de la mano abierta. Puso el fósforo debajo de la palma y la dejó allí hasta que se apagó. Brotó un aroma dulzón a carne quemada.
—Estuvo muy bien —dijo Monk—. Pero no es todo el cuerpo.
—No importa —dijo la dama—. El principio es el mismo.
—No —dijo Monk—. No es lo mismo.
—Cojones —dijo la dama.
Se levantó y colocó un fósforo encendido en el dobladillo de su vestido lavanda. Era una tela fina, como gasa, y las llamas empezaron a lamerle las piernas y empezaron a subirle hacia la cintura.
—¡Dios santo! —dijo Monk—. ¿Pero qué coño haces?
—Demostrarte un principio —dijo la dama.
Las llamas se elevaron más. Monk saltó del taburete y derribó a la dama. La hizo rodar por el suelo una y otra vez, apagando las llamas del vestido con las manos. Por fin el fuego se extinguió. La dama volvió al taburete y se sentó. Monk se sentó a su lado, temblando. El camarero se acercó. Llevaba una camisa blanca limpia, chaleco negro, pajarita, pantalones a rayas azules y blancas.
—Lo siento, Maude —le dijo a la dama—. Pero tienes que irte. Ya has tenido bastante por esta noche.
—Está bien, Billy —dijo la dama; vació su vaso, se levantó y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, dio las buenas noches al borracho que había al otro extremo de la barra.
—Dios santo —dijo Monk—, esta mujer es demasiado.
—Volvió a hacer el número de Juana de Arco, ¿verdad? —preguntó el camarero.
—¡Qué coño! Usted lo vio, ¿no?
—No, yo estaba hablando con Louie —señaló al borracho del otro extremo de la barra.
—Creí que usted estaba arriba manejando esos cables.
—¿Qué cables?
—Los cables del esqueleto.
—¿Qué esqueleto? —preguntó el camarero.
—Vamos, hombre, no joda conmigo —dijo Monk.
—¿Pero de qué me está hablando?
—Había aquí sirviendo un esqueleto. Si hasta bailó con Maude y todo.
—Oiga, amigo, yo he estado aquí toda la noche —dijo el camarero.
—Ya le dije que no joda conmigo.
—No estoy jodiendo —dijo el camarero.
Luego se volvió al borracho que estaba al extremo de la barra:
—Oye, Louie, ¿has visto aquí un esqueleto?
—¿Un esqueleto? —preguntó Louie—. ¿De qué hablas?
—Explícale a este individuo que yo he estado aquí detrás de la barra toda la noche —dijo el camarero.
—Sí, amigo, Billy ha estado aquí toda la noche y ninguno de los dos hemos visto ningún esqueleto.
—Póngame otro whisky con hielo —dijo Monk—. Tengo que salir de aquí.
El camarero le sirvió el whisky con hielo. Monk se lo bebió y luego salió de allí.